Un día cualquiera, apareció mi regalo. Cuando menos lo esperaba, cuando no lo necesitaba, cuando mis pisadas eran más firmes, cuando mi alma caminaba asentada, cuando la niebla se disipaba y se vislumbraba ya con claridad el camino, allí estaba. Bello, misterioso, colorido y coqueto, con un leve lazo que parecía ir a soltarse con sólo una bocanada.
Detuve mis pasos y lo miré. Giré a su alrededor mientras pensaba qué contendría. Sus formas y colores hacían volar mi imaginación en un continuo ir y venir, en una desordenada escena de expectativas y sueños. Estuve así el tiempo suficiente como para sentirme casi hipnotizado. Una ráfaga de viento acarició mi rostro, y volví a la realidad.
Continué mi camino. A los pocos metros, me di la vuelta. Volví sobre mis pasos y me agaché junto a él. Era bello. No me interesaba cómo ni porqué estaba allí, y a cada momento que pasaba deseaba con más fuerza abrirlo. Dudé y dudé, di mil vueltas a mi cabeza, pero...daba ya casi igual lo que contuviera, sabía que tendría que abrirlo.
Desde la cama donde curaba mis heridas, entre el dolor y la nostalgia, recordé el preciso momento en que levanté la tapa. Era tal el brillo que, deslumbrado, aquel capricho se convirtió en mi dueño hasta el día en que, sin ni siquiera despedirse, desapareció. Inevitable. Dolorosamente dulce. Irrepetible. Parte de mi. Jamás me arrepentí.
martes, 31 de enero de 2012
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